jueves, 26 de abril de 2007

Y en la Trascava...

Alguna vez corrí por los campos, y atravesé los moldes con los cuales la Tierra dio forma a sus hijos, rocas que reflexionaban, que permanecían estáticas en un mar fluido de paradigmas plásticos de su prole, sentí el viento vistiendo mi cara y el sol arremolinarse en mi cuerpo: era ella, Naturaleza reconociendo su creación… llegué a la Trascava: corrí sobre las verdes hierbas que pululan sus labios y me senté a la orilla de su boca, viendo el interior negro que ocultaba, escuchando sus murmullos y su declamación eterna de los poemas que embriagaron, alguna vez, nuestra alma. Sentí fatiga, acosté mi cuerpo en el borde de esta sima colosal y dormime. Cuánta fue mi sorpresa cuando, al abrir los ojos debido a una lejana voz, encontré junto a mí a los más insignes seres que jamás podría yo haber imaginado…acerqueme a un joven alto, era José: ¿has aquí nacido?... calló. ¿Has aquí muerto, entonces?... me observó con detención: me bastó con ver en el fondo de sus lágrimas para saber qué hacía en aquel lugar, comencé mi reflexión. Cuando los años corren y junto con ellos corren nuestros ánimos, llega un momento en el cual, de modo ineluctable, comienza a rugir en nosotros una fuerza, un silbido de brisa silvestre acaso, que nos conmueve y que atribula nuestra alma: es la belleza. Es un despertar, es la realidad en su sentido más auténtico, es el mundo, que a través de las formas, de sus inimaginables combinaciones, nos da el primer paso para identificar nuestra humanidad; esto es, pertenecer al cosmos natural, llenarnos de un sentimiento de plenitud donde una madre inmutable y eterna nos ofrece su seno para dar plácido fin a nuestro deseo de existir, a nuestro afán intrínseco de pertenecer, sólo pertenecer, sin importar a qué… basta con eso. Este mundo de las formas es el primer placer, tal vez el pecado original, es una desbordante sensación de admiración, de pasmo; pero luego, más temprano que tarde, una saeta ajena al azar atraviesa nuestros párpados y en el centro de nuestros iris abre un orificio y siembra allí una mano transgresora una semilla de duda: ¿pertenezco a la belleza?, y he aquí cuando la realidad, cual inversa mariposa, entra en una crisálida y ante la desesperación de perder la única compañera de nuestra senda, rasgamos aquel capullo de frágil envoltura y despliégase -no sin menos horror nuestro- un gusano flácido, coloidal, retorcido y repugnante, ante lo cual lo único que nos resta es llorar. No, no es lo único, transformamos ese asco en razón, en religión, en ideología, comenzamos poco a poco y cual perturbado individuo psicótico a vestir con jirones de su propio capullo a este gusano horripilante, danzando alrededor de él, cantando con destemplada voz alabanzas sin sentido, en una lengua incomprensible; a continuación, al cansarnos de tan alborotada danza, nos detenemos y nos asombramos de la maravilla que logramos hacer con los restos de aquella aberración trastornadora, nos felicitamos y somos capaces de vivir en una tranquilidad que nos llena de orgullo y que permítenos mantener en alto nuestra frente y decir “yo sé”, siempre y cuando, claro está, demos de vez en cuando garrotazos a la oruga, ¡que no se despierte, que no se despierte!, si se despierta despierto yo; Y lo más doloroso es que poco interesa nuestro grado de parentesco –que no pertenencia- con el ahora pseudo- mundo de la belleza, la duda está al acecho.

José, un pobre feo, hubo de resignarse. Él no pudo cubrir al gusano, pues a veces, cuando los paradigmas de la Tierra devienen en formas que nos hacen recordar aquel tristísimo trance que he yo denominado como de ‘mariposa inversa’, los humanos nos fundimos con la repugnancia, José fue tragado por su oruga, sin darse él cuenta, sin percatarse de su cárcel de pesadumbre. Su amor por la sociedad, representada por Isabel, fue su condena, pues paso a paso en la conquista de aquélla, fue notando su calabozo de fealdad, notó la hostilidad de la raza humana, encarnada en la tierna nada tierna Luisita, y descubrió con absoluto espanto su condena natural, su reclusión plena de indiferencia, su condena a ser odiado y olvidado, y peor aún, a odiarse a él mismo. Es esta la “terrible y justa falta de esperanza”, de la cual nos habla Barrios, la raza desdeñada. José miró el cielo estremecedor desde la fosa: “usted no sabe la amargura de sentir abolida la felicidad cuando no se ha tenido ni siquiera la pobre dicha de comenzarla”, hablaba de las continuas bofetadas de la sociedad y de la miseria que provocábale amordazar su ser para poder pertenecer a ella. Lo comprendo… soy parte de esa sociedad y también cínicamente formo parte de esos feos que se esconden bajo gotas de belleza… y se lanzó al abismo.

“No sirvo para nada”, díjome cuando la hallé sentada a mi lado. Marianela ya no tenía alma. Observé su cara pecosa, sus facciones poco agraciadas y sus negros ojos que con inquisidora mirada permanecían inmóviles, no decían nada, tampoco callaban… imagino que era su falta de alma. Y descubrí en aquella frase estúpida un gran trasfondo, era en realidad un grito que su humanidad había hecho, desde luego ella no tenía idea de qué era, ella era sólo un boba, ¿Servimos de algo?, por cierto… ¿de algo que no hayamos inventado nosotros mismos?. Yo tampoco sirvo para nada, de qué te sorprendes. No me dijo nada. ¿Qué era esta mocilla?... Ella es fantasía, ella es el corazón de la tierra, ella aún podía revolotear asida a las alas de una mariposa, colgada de una ilusión, de un sueño: no era menester sino Pablo para su absoluta felicidad, a ella qué le importaba ser fea, Pablo le decía que era bella, el resto lo dijo el viento, que se ahogó con su propio grito, “mi fealdad, mi pequeñez y mi facha ridícula no me importaban, porque él no podía verme y allá en sus tinieblas me tenía por bonita”. ¿Dónde estaba su alma?... estaba con él. ¿Quién era aquel mozuelo?, podría decir que era una roca; ¿Y aquel doctor?, Golfín, el martillo mecánico de la mina: “Marianela” nos cuenta cómo el exterior, nuestra carcaza, es capaz de determinar nuestra filosofía, nuestra existencia, y lo hace maestramente: Nela, la nulamente agraciada zagala, lazarillo de Pablo, es la Irracionalidad, el paganismo primitivo que le es atribuido en la novela, adoradora de la luna y de las estrellas, sólo imaginación, fantasía. Teodoro Golfín, el médico que promete veladamente –a pesar de sus aprensiones no espera sino el éxito- curar la ceguera de Pablo, es el Racionalismo, el determinismo, es la realidad, aquella realidad luchadora que es racista y fascista y que no acepta a otra que no sea ella. Pablo representa a la vez a la sociedad y al individuo, que debe decidirse entre vivir su fantasía, su mundo de Irracionalidad con Marianela o su cosmos repleto de Racionalismo, cuya puerta abre Golfín y que, para hacer notorio el duro golpe de realidad que Nela debe sufrir, es representado por la bellísima Florentina. Por eso el desprecio llega a la minas de Socartes: o te vuelves aquella roca no trabajada, cogida por el Mundo o te haces brillante metal después de ser depurado y refinado por golpes y fundiciones. El quid de esta obra no se aleja del naturalismo, Nela es condenada, se abandona y desecha toda esperanza pues su felicidad será, desde la traición de Pablo (en otras palabras su elección de la realidad Racionalista), embustera y falsa, le mentirá cada día para forzar una sonrisa…su aspecto físico, su vergüenza existencial, su odio por ella misma la obligan a morir, “¿adónde voy yo ahora, qué soy, ni de qué valgo? Todo lo perdí, todo”… para un feo no existe la esperanza. “No te pasará lo que con tu hermosura –se refiere a los dones del alma Golfín- que por mucho que en el espejo la busques no es fácil que la encuentres”, ¿Resignarse?, ¿Vivir la pseudo-humanidad que me ofrece con la misma indiferencia con la cual entrégase una limosna? ¿Somos tan hipócritas y míseros como para ofrecer felicidad plástica?. María dijo no. Bajó una invisible escalera y con paso meditado se perdió en la negrura de la Trascava. No es casualidad que muriera en doce de octubre, aquel día se develó el Nuevo Mundo, para Pablo, la verdad que significaba reemplazar a Nela.

Su nombre era John Merrick, estaba sonriendo y el rojo del crepúsculo dormíase en sus mejillas, en su faz disforme. Decíanle El Hombre Elefante, había muerto hacía ya mucho. Sentíase feliz, podría creerse que rayaba en la realización que tanto busca el género humano. Este es el drama adaptado por David Lynch, nuevamente y todavía más enfocado en la influencia de la apariencia sobre el existir. John fue un fenómeno de circo, maltratado, humillado, utilizado, rebajado a la categoría de objeto: ese es el punto de partida, el ser humano atacado en su esencia, la dignidad. Luego es rescatado por un médico, doctor Treves, ¡esperanza!, este ser humano le acoge, se hace su amigo, lo acerca a la humanidad, lo saca del nivel de cosa en que estaba inmerso. Le devuelve el alma que la sociedad le robó para poder dormir tranquila, para saciarse de su perfección banal y estúpida, para pisotear los despojos de aquel ser y poder decir “aquí estoy, más arriba, más bello”. El clímax de esta obra ocurre cuando John, frente a la masa de personas ignorantes y abusadoras en el lugar más pútrido de Londres, acorralado por su vergüenza exclama: “¡Soy un hombre!, ¡Soy un ser humano!”... ¡Gracia del alma inteligente, belleza del espíritu más noble, canto de la libertad más humana!: Os presento al único de nuestros personajes que logra escapar de su odio por sí, odio fomentado por una comunidad insegura y fementida. Logra amarse y ser amado, ser humano, enjugar su miseria y vestirse de dignidad, esta es su renombrada belleza interior , su beldad como persona. Su existencia no estriba más en su deformidad, lo hace en su esencia de hombre. Lamentablemente, dudo que al fin la sociedad, o incluso Naturaleza, perdone: uno de los sueños de John era dormir como los demás hombres… muere luego de haberlo intentado, es decir, por qué no ver aquí también que la fealdad, la deformidad, se paga y la esperanza es efímera y la aceptación nada más que un sarcasmo confabulado por todos. Mas no, la dignidad vale más, John supo que valía más y se sobrepuso de su desgracia. Él fue dignidad. Es obvio lo que nos lega: ser dignidad.

La apariencia, ora nuestro dolor ora nuestro impulso vital de dignidad.

Desciendo junto con él por la Trascava, hacia el interior de la Tierra, hacia el interior del Mundo, no a sufrir, ni a ser desgraciado, sino a encontrar la dignidad, mi dignidad, que únicamente depende de mí. A pesar de la desgracia de ser más mácula que brillo, quien sabe ser humano, siempre reluce.